Capítulo 28
1476palabras
2023-04-21 18:39
La sombra proseguía inmutable, arrastrando las botas por el patio con la mirada erguida, burlándose de esas mochas alineadas delante suyo. Reía sabiéndose todopoderoso, capaz de aplastar a los hombres apenas chasqueando los dedos.
Retumbaron los gritos asustados y cayeron varias tablas al piso, se levantaron polvaredas y hubieron resbalones en las atalayas.
El sujeto se sacó el cigarro. Lo puso en la mano ahuecada sin quitar la mirada del torbellino remolinado en los techos y pasadizos. Transcurrieron apenas unos segundos cuando musitó sereno: - Mátenlos-

Entonces los gritos fueron más desesperantes en medio de tumbos y pisotones. Estallaron los primeros disparos y tabletearon las armas sobre las cabecitas que se movían en zig zag como vorágine de manchas amontonadas en los rincones.
Los francotiradores abrieron fuego sobre los que estaban en la atalaya. Los primeros muertos rodaron al piso con los sesos reventados y sus caras despedazadas por los impactos. Varias granadas de mano silbaron por el aire y explotaron en los pabellones, justo donde se escudriñaron numerosos fulanos en cuclillas, pensando pasar desapercibidos. Reventaron con sus pellejos hechos jirones.
Otros se escondieron en los baños, poniendo tablones como tranca, temblando asustados, haciéndose mil cruces y endilgando toda clase de oraciones, pero no les sirvió de nada. A patadas la tiraron abajo y dispararon las ametralladoras sobre los individuos que se desplomaron gritando mal heridos. Se arquearon un rato y después murieron.
Dentro, los condenados quisieron ganar el fondo, tirando todo. A los que caían al piso, los pisoteaban sin miramientos.
Varios optaron por esconderse bajo los catres de las celdas. Otros siguieron corriendo, nublados por el miedo, pensando encontrar un agujero por donde escapar y ganar la calle. La mayoría ansiaba hallar alguna llave que les abriese las puertas. Una inútil esperanza que se disipaba bruscamente , mojada por el sudor que resbalaba de sus frentes.
Las explosiones de las granadas de mano y las esquirlas de los vidrios, estrellándose en el piso, callaron los gritos. Los aullidos de los más desesperados, terminó por convertir todo en un caos espeluznante.

Yo veía demonios entrando a las celdas y disparando las automáticas sobre los camastros, haciendo volar las astillas. El grito se estrellaba en las paredes, temblaba un rato y moría irremediablemente en la tragedia.
También metían granadas debajo de los catres. Los infelices salían corriendo con los ojos desorbitados, tratando de ganarle a la explosión, mas no lo lograban. O chocaban con los disparos de las armas o las esquirlas les arrancaban de cuajo la cabeza.
Iban amontonando a los muertos en el patio. Los tiraban en medio, formando una sangrienta montaña, uno encima de otro. Alguien trajo después un gigantesco bidón de gasolina, lo roció presto y encendió el cúmulo. Los brazos de las llamas parecían tétricas columnas, erizando el lugar. No lo apagarían hasta que sólo quedaran cenizas.
León decidió morir peleando. No le asustaba nada. Cada tajo en su rostro lo había ganado en reyertas callejeras y su espíritu estaba blindado de coraje. Nunca le corrió al peligro menos cuando su vida estaba en el cubilete como un par de dados. Sacó aquel viejo amigo de mil trifulcas, la chaveta con mango de jebe y se cuadró decidido y testarudo en la entrada del pasadizo. Algunos compañeros le gritaron aterrados. - ¡No seas tonto, León ! ¡Te matarán!-

León permaneció inmóvil con la chaira en la mano, sobando la filuda hoja. Su pecho se agitaba. Trataba de ubicar a sus hijos en la cabeza, para volverse más decidido, pero sus rostros se le desvanecían por la inquietud de morir que le martillaba el pensamiento.
- ¡Ven con nosotros!-, volvieron a gritarle.
León se quedó allí. No pudo contener algunas lágrimas que le chorreaban torpes por las mejillas porque sabía que iba a morir. Trató de pensar en algo, pero sólo tenía un montón de imágenes absurdas y sin sentido aglomeradas en sus sesos. Volvió a persignarse cuando oyó las risas de esos demonios, venirse inexorables a las pestilentes carceletas. Lo encontraron parado justo en la entrada, blandiendo su arma, haciendo cruces en el aire.
- ¡Me enfrentaré uno a uno!-, gritó desafiante.
Varios disparos le dieron justo en la cabeza. León se retorció. Apretó los dientes e hizo eses antes de caer al suelo. Luego murió con la boca abierta y los ojos perdidos en el infinito. A su lado, el cuchillo, el amigo suyo en las buenas y en las malas. En sus peores tragedias.
Mientras, en los pabellones, seguían los disparos y las explosiones de las granadas. Los gritos adoloridos y los tumbos. Los vidrios trepidando y el fuego asfixiante. Zamudio ordenó juntar cajas y tablas, a manera de trinchera.
Amontonaron lo que podían. Tablas, cartones, cajas y maderas, incluso las ropas que estaban colgadas en los cordeles. También sillas y mesitas que tenían en las celdas. Se desearon suerte, abrazándose unos a otros, sacaron las navajas de las correas y se ocultaron en los parapetos.
Entonces apareció "Machete" Pérez. Trataba de ganar el corredor y tropezó con la trinchera que armó Zamudio. Se fue de cara al piso y las balas le entraron por el cogote.
Allí fulminaron a Zamudio. Sintió un ardiente plomo perforándole el estómago. El aire se le juntó en la boca y entre los sus labios, brotó en un hilo de sangre... después lo atravesaron con la bayoneta.
A Gonzales las balas le cayeron en la cabeza. Se quedó inclinado hacia adelante, perforado por la desgracia.
Pancracio Ramírez deambulaba entre los muertos. Oía sus gemidos y lamentos. Pisoteaba absorto a los heridos. Caminaba sobre las piernas reventadas y los pedazos de cráneo desperdigados. Los proyectiles silbaban junto a sus orejas. Escuchaba las detonaciones y los lloriqueos y los trancos. Tropezó con cuerpos mutilados y se estrelló con rostros cortados por los estallidos, recostados en las rejas, crujiendo los huesos como si fueran puertas enmohecidas. Las gotas de sangre chorreaban de los techos, mojándole la cara, confundiéndose con su transpiración acelerada. Siguió caminando, imaginándose estar en el infierno. Pensó que lo mismo sintieron diferentes generaciones. Se convenció que estaba ya condenado a estar en el averno, mientras iba tambaleante y aturdido, buscando una salida a la pesadilla.
Oyó más gritos y disparos, granadas reventando, las esquirlas, los vidrios y las balas zumbando como abejorros. Vio gente retorciéndose, arqueándose en el aire. Otros arrastrarse como gusanos. Todo lo vio Pancracio. La montonera de muertos incendiándose en el patio hasta volverse carbón, los cuerpos cayendo como palos apolillados, astillándose en el suelo. Por los aires surcaban manos, cabelleras, pies, cráneos y caras alzados por los granadas.
Por instinto fue hasta su celda. La fuerza de la costumbre lo empujó allí. El catre estaba echo pedazos por una granada. La sangre que iba al corredor, le hizo pensar que por allí arrastraron algún infeliz. Se dejó caer al piso y sonrió de pura gana... ya casi no habían explosiones y los gritos se fueron uno a uno desvaneciendo. Nadie daba tumbos ni nadie corría ya. La tarde se fue haciendo un silencio indestructible.
Pancracio quiso despertarse, porque pensó estar en una pesadilla, mas no podía ser. Era sólo una esperanza inútil y fatua. Pretendió pellizcarse para convencerse de la verdad y le dolió hasta el pecho. Entonces buscó en el calzoncillo su filudo cuchillo. Lo contempló largo rato. reflexionando en su inmenso brillo. Y entonces se cortó la yugular.
*****
-Eso que viste es el infierno, a ti te persigue el demonio-, fue lo que me dijo el religioso.
Yo no quería ir, pero Marcio insistió tanto que al final me convenció.
-No puedes seguir así, con esas pesadillas. Algo te está pasando-, me dijo molesto con el rostro adusto.
El religioso estaba leyendo la Biblia cuando abrí la puerta y metí la naricita. Estiré una dulce risita y le dije que venía de parte de mi enamorado, Marcio.
-Sí, sí, hablé con él, tome asiento señorita-, me dijo aupándose de inmediato, cerrando su Biblia y dándome la mano.
Yo estaba con un jean, zapatillas y una blusa floreada verde, tenía mi pelo suelto y no me había maquillado mucho, algo discreto, no más.
Le conté todo, incluso el último sueño tan raro, de una balacera en una prisión, de un tal Pancracio Ramírez.
-¿Alguna vez habías escuchado a ese sujeto?-, me interrogó. Yo me sentí incómoda.
-No, no sé quién es-, le dije.
Escuchó todos mis relatos y le insistí por el libro "La comandante". También le dije de la imagen que vimos con Marcio.
Fue entonces me dijo que era el demonio.
-Intenta asustarte, dominarte, quiere apoderarse de tu mente-, me advirtió estrujando sus manos.
-¿Qué debo hacer?-, le pregunté.
-Tener fe-, fue lo que me recetó.
Marcio me llamó casi al momento. -¿Qué te dijo?-, me preguntó.
Sonreí y me puse mis lentes oscuros. -Me persigue el demonio-, le dije.
Mi miedo ahora era mayor.